sábado, 2 de octubre de 2010

LA MUERTE DE AURELIO - LUCIANO CASTAÑÓN


El péndulo humano había, inercialmente, dejado de balancearse. La cuerda era resistente, y la viga de la panera, a pesar de su vetustez, sostenía bien el peso. Panera que con el tiempo fue perdiendo la esbeltez, la presunción de su puerta coloreada y con fecha rememorativa de su construcción; panera cobijo de insectos, ahora inútil por abandonada, sin que en su corredor amarillearan las ristras maiceras. El ostensible deterioro de la panera coincidía con la decadencia de la contigua casa: paredes desconchadas, aleros desdentados, tejado semihundido...Se presumía la ruina de todo lo que hacía bastantes años era una casería pretenciosa, con el esplendor de la sidra cuando se embotellaba y llegaban los probadores de la villa con su sapiencia de paladar experto, cuando se sembraba el trigo luego mayado al ritmo de brazos y de cantares; cuando la colada se hacía clásica y ortodoxamente; cuando la siega de la hierba obligaba a contratar braceros y la intermitencia de lo agrario mantenía alerta la atención de las estaciones; cuando las vacas se consideraban como unos componentes más de la familia y los carros rebosantes de heno avanzaban cansinamente hasta la puerta de la tenada; cuando las pomaradas bullían de color y las "coyedoras y pañadoras"se afanaban; cuando el maizal enarbolaba sus enhiestos verdes hasta que en el momento de la esfoyaza apareciera el granado fruto...
Parecía que el detrimento de la casería había ido consecuentemente concatenado a la muerte de cada habitante, hasta quedar solamente Aurelio. Una familia de varias personas que fueron pausadamente falleciendo, y cada desaparecido suponía un desgajamiento en la unidad casera, ambiental y cotidiana; una resquebrajadura de los corazones, una ausencia irrecuperable que dejaba de sembrar, cuidar el semillero, llendar, catar, alimentar las gallinas... Los menesteres campesinos iban perdiendo así, persona a persona, a quienes tenían cada labor como función consuetudinaria de su existencia.
La vivienda, aislada, estaba rodeada de las heredades que conformaban la casería, con su llosa, sus huertas, prados y pomaradas, sin olvidar la higuera, los olmos guardianes del riachuelo, los cerezales traidores, los piescales serondos en su fruto, los nozales, la tilar, los matos como cobijadores de la menuda fauna.
Los hábitos campesinos escasas veces se veían entonces alterados; quizás cuando las excepciones urgían. Desplazarse al molino suponía un ir y volver alegre; lo mismo si había que herrar al caballo; o bien prender los borrones tras la arada; avisar al veterinario; la casual llegada del cartero; ir a un entierro con toda secuela de chismes; llevar la vaca a la parada; participar en una sextaferia... A veces se trataba de minucias, pero que sajaban el diario y sempiterno quehacer campesino, compendio de unas inexcusables labores: hacer leña, quitarle la pepita a una gallina, cabruñar la guadaña, preparar la comida, sallar, poner les fabes con su vaina al sol... Más entretenimiento suponía, por comunitaria, la participación de una andecha, en una esfoyaza, y no digamos en un funeral o en una boda, circunstancias que, pese a su oposición, servían en el campo de aglutinante de seres que raramente coincidían, por lo que, en tales ocasiones, las preguntas por familiares, amigos y otras circunstancias se enhebraban en el cabildo, bajo el secular tejo o al pie del rústico campanario, humilde y desafiante a los vientos.

Aurelio era un hombre cuya vida campesina lo absorbía, teniendo marcadas sus horas, que le designaban ineludiblemente la faena de cada momento. Pero al ir falleciendo sus hermanos, la acritud de ánimo fue postergando su humor y su vitalidad. Engañado, casi anciano, se casó, y el matrimonio le produjo más amargura. No recogía ya las nueces, fue vendiendo el ganado, no plantaba ni arrendaba; la ilusión se había ahogado en el río que surtía al molino de Riera- agua
pesada o huidiza y sonora que tantas veces había contemplado cuando de niño iba a llevar el maíz o a recoger la maquilada harina -. Se encontró en un desamparo que fue royendo su mente acumuladora de tristes presagios. Ya nada significaba para él lo que en otro tiempo tanto supuso: el bramar el ternero y de su madre la Estrella, a la que Aurelio tanto quería - amaba -
porque se comprendían en todos los momentos que se necesitaban: al ordeñarla era paciente, al llendarla no escapaba, al uncirla obedecía e incluso colaboraba con él si la otra vaca resultaba testaruda e indócil...
LA GINETA

Destacaban las manchas negras sobre su piel gris y la también línea oscura recorriéndola dorsalmente. Su hocico era prospector en un cuerpo largo y flexible rematado en una larga cola. Ávida, y aunque omnívora, suponía el terror para los conejos , topos, ratones y musarañas, no despreciando los escarabajos, los saltamontes e incluso pájaros que lograba alcanzar por su elasticidad.

Aurelio había quedado sorprendido alguna vez con la rapidez y agilidad de la gineta. Mediante gritos y pedradas la hacía huir, aunque nunca le había disparado con su escopeta, porque dudaba de la eficacia de su puntería y consideraba que resultaría fallido su deseo de exterminio.

Ahora, al final de la tarde, la gineta, ahíta, en espera no obstante de nuevas capturas antes de regresar a su vivienda en el hueco de un gran roble albar, miraba con ojos de sorpresa el estirado cuerpo del hombre, oblongo, todo él como una unidad con las piernas juntas y los brazos flácidos pegados al cuerpo rodeado de aire.
Como las veces en que se preveía una víctima y traidoramente esperaba la ocasión propicia de la captura, ahora también permanecía inmóvil, pues había detectado la presencia de otros animales asimismo semiescondidos entre los aperos bajo la panera: narria, azadas, carro, triente, lingazos, foces, gradia..., esparcidos por el suelo y también entre alguna maleza que silvestremente crecía aprovechando el abandono que padecía toda la casa y su entorno. Abandono a causa de que Aurelio se sentía viejo, y su tardía esposa estaba obsesionada con pasar el tiempo en la ciudad, ignorando todo lo que supusiera atención a lo agropecuario en la casería. La mirada de la gineta, pese a su normalidad, no parecía exenta de cierta viveza, como aflorándole el instinto de una estrategia depredadora, cuando desde su campo de acción - los árboles - observaba la presunta víctima. Ella conocía a Aurelio, el voceador: ¡¡Ah...!! ¡¡Eh...!! El que le lanzaba piedras que nunca llegaban a su destino. La elástica gineta sentíase segura y no la intranquilizaba el lugar; el hombre gritador y lanzador de piedras estaba ahora quieto, colgando verticalmente en el aire; claramente se comprendía que ningún daño podía hacerle.

EL TURÓN

El anegrado turón; con sus alburas dibujando su cabeza aplastada, se había apelotonado dudoso entre unas piedras que dejaban el resquicio suficiente para ver al hombre pendiente del piso de la panera. Sus pelillos hociqueriles rozaban a veces alguna superficie, y ello lo alertaba. El bicho había alterado su costumbre de permanecer encamado durante el día en lo más abrupto de la maleza. El atardecer suponía normalmente, su despertador; era él quien le indicaba la hora de realizar sus posibles capturas desde alguna de sus múltiples guaridas, pues utilizaba las más diversas moradas.
Aurelio era quien, en cierta ocasión, le había colocado una trampa. El turón lo sabía. Una trampa muy simple: el alambre con un cerco y nudo corredizo, dispuesto en el lugar del matorral por el que el turón acostumbraba a pasar; si metía su cabeza allí, estaba perdido, pues se ahogaría en un intento desesperado de huida. Pero Aurelio fracasó en su propósito, ya que el turón incluso había visto al hombre colocar el cepo, y por eso cambió su itinerario. ¿ Por qué lo quería matar Aurelio? ¿Para aprovechar su piel? ¿Por los conejos que le había destrozado? Por lo que hubiera sido, ya no podría cumplir sus deseos, porque el hombre, en su quietud colgante, hierático, estatuario en levitación, ya no podría colocar el alambre traidoramente disimulado por las bajas hojas del bardal y algunas plantas que por su densidad propiciaban la ocultación de la asesina trampa.
LA GARDUÑA

La garduña había aparecido por la casería en raras ocasiones, procedente de un bosque prolífico en hayas. Pero una hermana de Aurelio la había visto cierto amanecer al levantarse muy pronto por la necesidad de estar en la villa a primera hora de la mañana. Era invierno, época en la que la garduña suele descender hacia la zona rural. Lo que sorprendió a la hermana de Aurelio fue la facilidad con que el animal trepaba por el tronco a fin de aprovecharse de un panal silvestre encajado en la horquilla de dos ramas.
Nuevamente la garduña se había desplazado hasta la casa, y ahora, desde el cobijo de unas frondosas matas, observaba el cuerpo suspendido de Aurelio, a la vez que adivinaba la presencia de otros animales bajo la panera. Había intentado vanamente alimentarse durante la noche y, cansada, se había adormilado en un rincón que ella creía seguro, hasta que la despertaron, el paso de otros seres y también, en esta ocasión, cierto grito agónico y humano. Algún pájaro la distraía, pero durante el vuelo le era imposible su captura, que solía practicar en los crepúsculos, aprovechando el sueño pajaril, y utilizando igualmente los huevos que agujereaba diestramente para sorber su contenido. Dudaba para salir de su guarida y desplazarse en breves saltos hasta el lugar donde la esperaban las crías. Alternaba su mirada entre lo que posiblemente cobijaba el suelo bajo la panera - otros animales - y el hombre vertical, cariátide exenta, cadáver pendular, flaco y descamisado.

LA ESPOSA

¿La esposa? Aurelio se había casado a una edad impropia por lo avanzada. Fue un matrimonio manipulado. El engaño: él, Aurelio ya no estaría solo si se casaba con aquella mujer. Pero la esposa no quiso saber nada de la casería, de las labores propias de una hacienda rural en la que todo gira alrededor de lo que la tierra y el ganado producen. Manejó, eso sí - porque disponía de una locuacidad convincente -, el dinero que pertenecía a su marido: el producto de la venta de la leche, de los terneros, de las cosechas..., todo iba a su poder para dilapidarlo mediante los embaucamientos con que engañaba a Aurelio. La realidad era que aprovechaba cualquier mínima circunstancia para desplazarse a la ciudad, de la que recresaba en taxi al amanecer, después de haber participado mucho tiempo, viciosamente, en juegos de azar.
Estas ausencias nocturnas fueron minando las cavilaciones de Aurelio, que, al fin, reconoció la incompatibilidad total con la mujer que le habían preparado como esposa.
Cuando la mujer llegó a casa aquella mañana en la que la gineta, el turón y la garduña habían observado extrañados la postura de Aurelio pendiente bajo la panera, dijo para sí: " Aquél parece Aurelio". Se cercioró. Estaba muerto. Ahorcado, sí.
Pagó al taxista, que quedó en avisar a la Guardia Civil.

El silencio de la remansada mañana apenas era alterado por ruidos disimulados de alguna alimaña. Ningún pájaro piaba. Callaba la brisa. En las sarmentosas ramas de los pomares ya bullían brotes. La mujer pensó que alguien descolgaría a Aurelio, y también que desde ahora era la dueña de toda la casería - por lo que podría jugar y disponer de sus horarios más libremente -. Un haz solar agudizó el perfil diagonal del muerto.

Cuentos de la Asturias rural
Luciano Castañón-(1.926-1.987)

No hay comentarios:

Publicar un comentario